El borracho se me paró enfrente y me miró con esa manera de mirar que sólo los borrachos saben tener. Iba caminado con la dificultad propia que representa caminar para quien el mundo parece querer tumbarlo en cada paso. Era de noche y llevaba una bicicleta que hacía las veces de bastón de malabarista principiante que busca mantener su dignidad sobre la cuerda. Es probable que hubiera intentado subirse a la bicicleta como es probable que hubiera fracasado en cada uno de los intentos hasta que finalmente se convenció de que era mejor confiar en sus piernas y en su acostumbrado oficio de peatón borracho. Así lo vi, frente a mí. Se detuvo con la absoluta convicción de que debía detenerse, de que algo más fuerte que él y la borrachera hacían que dejara de caminar.
Era el lugar propicio para conversar con un borracho. Estaba en una plazoleta frente al hospital Evita. El sitio tiene algunos aparatos que se utilizan para hacer ejercicios. Esa era la razón por la que yo me encontraba en ese lugar. Había hecho los ejercicios suficientes para sentir el esfuerzo de la falta de estado físico. Me había sentado en un banco de cemento para recuperar el aire. Entonces, el borracho me vio y yo lo vi a él. Desde el principio supe que sería un encuentro memorable.
Emitió algunos sonidos guturales y logró construir algunas frases, sobre todo una que repitió varias veces: "con todo respeto". Mi prejuicio de ser urbano me hizo pensar por un instante que me iba a pedir plata. Pero luego me dí cuenta de que su intención era tan incierta como su origen y su destino.
La desconfianza dio paso a la curiosidad y le di charla: ¿de dónde venís? ¿hacía donde vas? ¿qué te pasó? ¿qué necesitás? ¿de dónde sos? De entre todo lo que intentó decir me sobreviven algunos retazos: "con todo respeto", "policías", "no entienden", "de Chiriguanos". Pero lo que me quedó patente y él me lo dijo con una claridad misteriosa fue: "Acá enfrente murió mi Papá".
Sentí que debía decirle algo y sentí que no encontraba las palabras. Se me hizo un nudo en el estómago y otro en la garganta. En ese momento sentí que tenía menos palabras que mi interlocutor ebrio.
Puse una excusa y empecé mi retirada. Recién entonces todo cobró sentido. Antes de dejarme ir, como pudo, en su acostumbrada borrachera, me abrazó y me dijo: "lo siento mucho", "Ojalá se recupere pronto tu familia".
Ahí entendí todo. El borracho me había visto sentado en el banco de cemento frente al Hospital Evita. Había visto en mí todos los signos del cansancio y la fatiga. En ese banco donde seguramente él también se había sentado tiempo atrás a padecer la espera de la muerte cercana, inevitable e incomprensible. Y entonces el alcohol, o su corazón noble le dijo que aunque tuviera la más grande borrachera de su vida no podía simplemente pasar de largo, es probable que nunca más lo haga, no podía seguir su camino sinuoso y tambaleante sin al menos consolar a su prójimo con alguno palabra de aliento.
¿Debí decirle que se había equivocado?, que ni por asomo mi cansancio burgués se arrimaba a su dolor. No. ¿Para qué? Me fui. El borracho rumbeó hacia el norte y yo caminé hacia el sur. Lo vi alejarse trastabillando su ser entre ladridos y sirenas que acompasaban la noche.
©Por Sandro Centurión
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