Actividad familiar de fin de semana

Los fines de semana nos dedicábamos a cazar lectores. Era la actividad familiar favorita. Íbamos en la camioneta roja los cinco: papá, mamá, Samy, yo, y la abuela. El mejor sitio era un parque que estaba a las afueras de la ciudad. Buscábamos un claro en medio de la arboleda. Mamá y la abuela armaban el escenario. Tendían una sábana colorida en el pasto, una jarra con agua fresca,  y un florero que siempre contenía la flor favorita de mamá: una margarita.

A nosotros nos tocaba buscar los libros del cofre repleto de libros viejos que llevaba papá en el baúl de la camioneta, junto a la conservadora de Telgopor. Cuando abríamos la enorme tapa de madera del cofre podías sentir el aroma a libro viejo que a mí me encantaba. A Samy le hacía estornudar y se le ponía rojos los cachetes y yo me reía de ella. Cargábamos todos los libros que cabían sobre nuestro pecho. Papá siempre decía que cuántos más libros mejor.

Una vez que estaba todo dispuesto era hermoso ver el resultado de aquel escenario de película. El verde del pasto, el cálido sol de primavera, el canto de los pájaros, el sonido del agua fluyendo en un arroyo cercano, la manta, la jarra con agua fresca,  la flor,  y por supuesto los libros. ¡Qué lector podría resistirse!

Nosotros espiábamos escondidos detrás de los arbustos o arriba de los árboles. Habíamos aprendido a estar en silencio absoluto, expectantes. Ya no quedan muchos lectores. Papá dice que están en peligro de extinción pero que todavía se pueden encontrar algunos si se tienen la paciencia y los libros necesarios. 

Entonces, ocurría. Alguien aparecía de la nada, algo temeroso tomaba un libro y se acomodaba. Luego, aparecía otro y otro más. Era hermoso ver gente leyendo. Un espectáculo de la naturaleza humana. Siempre me pregunté qué tendrían esos libros para que la gente quedara hipnotizada, como tonta; y qué sentiría esa gente al mirarlos así como ellos sabían mirar a los libros, como si buscaran algo muy pequeñito en su interior o como si estuvieran viendo su propio reflejo.

El disparo de la escopeta de papá se escuchaba a kilómetros. Nunca usaba silenciador y tenía una puntería perfecta. Un lector quedaba muerto sobre la sábana de mamá, que siempre debía conseguir una nueva porque la sangre no se quita ni con todo el jabón del mundo. Luego de matarlo papá llevaba el cadáver al río y nos pedía que le acercáramos el "compañero", así lo llamaba a su cuchillo de carnicero. Entonces, iban él y mamá al arroyo con el lector muerto. Nosotros nos quedábamos con la abuela que nos hablaba de los viejos tiempos cuando el mundo estaba repleto de lectores, hasta que mamá y papá regresaban con una bolsa negra que subían con esfuerzo al baúl de la camioneta, y la metían en la conservadora.

Regresábamos a casa cantando viejas canciones. “Les voy a hacer un rico estofado nos prometía la abuela”. Y ella siempre cumplió sus promesas.


Un cuento breve de Sandro Centurión©

Imagen de Ted Erski en Pixabay

Comentarios

Entradas populares