La anomalía
Durante mi estadía en Europa, una de las lunas de Júpiter, tuve como vecina a una kepleriana. Su verdadero nombre es intraducible a nuestra lengua; yo la llamaba Marta. Teníamos algo en común, éramos extraños en un mundo que no era el nuestro. Yo era un provinciano que recorría por primera vez esos rincones del sistema solar y ella también era del interior, según me dijo, provenía de las profundidades de su planeta; para su raza saber de la existencia de un espacio exterior había sido todo un descubrimiento. Me enamoré de ella y ella se enamoró de mí. Tuvimos uno de los tantos romances intergalácticos cuando aún no se habían puesto de moda. Las keplerianas son muy parecidas a las humanas, lo que resulta muy conveniente sobre todo a la hora de conocerse en la intimidad. Sin embargo, se sospecha que algunas de ellas poseen ciertas características extraordinarias (para la escueta comprensión humana). Cuando mi vecina, la kepleriana Marta, me besaba, el tiempo se detenía. Literalmente, digo. Sobre su boca, tenía un diminuto pero notorio lunar negro, que escondía una anomalía cuántica, un vórtice espacial, que frenaba las horas del día, y de la noche. Al principio no me di cuenta, pero pronto se hizo evidente que el tiempo seguía otras reglas cuando estábamos juntos. Sólo bastaba estar a unos centímetros de ella para que las reglas de la física convencional perdieran su valor. A pesar de ese extraordinario atributo, yo la amaba. Y durante todos los fríos atardeceres que permanecí en Europa la kepleriana fue, literalmente, dueña absoluta de mi tiempo, y de mi voluntad más allá de la anomalía cuántica. Al fin y al cabo ¿no es eso el amor? La posibilidad extraordinaria de perder el tiempo, o regalarlo. Sacarse de encima la pesada mochila relojera.
Pero como toda historia de amor el romance fue más breve que el deseo. Marta era una mujer que no perdía el tiempo, y se aburría fácilmente. Un día me dijo que estaba enamorada de un tal García, un piloto militar que se vanagloriaba de haber viajado más años luz que cualquiera. Yo sabía que no era más que un borracho empedernido, un total fraude, y se lo dije. Pero a la kepleriana le parecía divertido. Discutimos una noche y ni bien me quitó la vista de encima me fui de su habitáculo dando un portazo. El tiempo pasó rápido desde entonces. Hice lo mío, y hasta logré olvidarla mezclando tragos, trabajo y placer.
Entonces un día, la volví a encontrar a Marta, la kepleriana. Estaba acodada en la barra de un boliche de la estación espacial en órbita sobre Titán. Llevaba una pollerita corta de color negro y una blusa con un escote gigante. Estaba joven y hermosa como siempre. Ya de lejos podía sentirse la atracción gravitacional del lunar negro que crecía a unos centímetros de sus labios azul cobalto. Recuerdo que me reconoció, y me saludó con una sonrisa gigante. Charlamos un rato sobre nuestros recuerdos comunes en Europa. Le pregunté qué había sido de García. Me dijo que duró poco el romance porque el tipo se volvió, o siempre lo había sido, un inmaduro. Y en ese momento yo no estaba para niñera, me dijo, y ahora tampoco, agregó. Luego, me contó que un tiempo salió con tipos mayores, muy mayores, y que le iba bastante bien, pero todos eran iguales, ni bien rejuvenecían al lado de ella la dejaban por alguien más. Entonces, volvían a envejecer, y la volvían a buscar. Se tornó un círculo vicioso. Y así no se puede. Mientras Marta hablaba podía sentir la fuerza de la singularidad contenida en su lunar negro, y su poder de atracción. El cabello se me volaba hacia adelante y si tomaba un maní para acompañar la cerveza este salía despedido hacia la boca de Marta. Entonces se reía, y a lo mejor era por la fluctuación gravitatoria que producía la risa que parecía que una música intentaba salirse de la comisura de sus labios. Me moría de ganas de besarla. No le pregunté mucho sobre su vida, ni ella me preguntó tanto sobre la mía. Para qué, nuestro tiempo había sido otro, y Marta no sabía de futuro, ni de pasado, era puro presente. Hicimos un último brindis. La espuma de la cerveza voló desde mi vaso hasta su boca. Una fuerza incontrolable me empujaba hacia ella. Era en vano intentar resistirse. Me dejé llevar. Me adherí a sus labios y me hubiera quedado allí por una eternidad si ella me lo hubiera permitido. Se despidió de mí y yo me despedí de ella. Prometimos volver a vernos un día de estos. El universo no es tan grande me dijo, y se río. Cuando salí del boliche, el mundo había envejecido doscientos años.
Texto de Sandro Centurión
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