El tipo que canta en la vereda del super
Reflexiones sobre el eterno romance entre el arte y el mercado.
Son más de las 20 hs, la tarde ha dado paso a la noche pero el calor permanece adherido al tránsito y la hora pico se manifiesta en el atronador andar de vehículos que escapan de la ciudad hacia los barrios. También es la hora pico en el supermercado que cierra a las diez. La gente se agolpa en las puertas, y las filas de las cajas se pierden en el horizonte de las góndolas.
Mientras tanto, en la vereda, la voz de un muchacho sobresale por entre el ruido blanco de la gente. La voz canta canciones alegres y su presencia parece desencajada en ese caos organizado. La voz es la de un hombre joven, viste jeans y zapatillas, toca la guitarra y canta. Y lo hace bien. Su presencia le da un aire distinto a la monótona tarea de ir de compras al supermercado. Lo veo al ingresar y al salir. Porque está estratégicamente ubicado frente a la puerta principal del negocio. El transeúnte ocasional que transite la vereda seguramente se cruzará con el músico. Es imposible no verlo, sobre todo no oírlo. Está en la vereda, y acompañado de su mejor sonrisa canta y espera las propinas de la gente, que como yo, entra y sale del supermercado consumiendo cosas que la mayoría de las veces ni siquiera nos hace falta.
La imagen de un artista callejero en la vereda del supermercado no es algo que se vea habitualmente en una ciudad del norte del país que crece más rápido de lo que soportan sus calles de asfalto. Los supermercados abundan en la ciudad; se extienden a diestra y siniestra. Los hay enormes y pequeños, su presencia resulta inevitable. Los músicos, no tanto. Su lugar parece estar confinado a ferias, peñas y festivales. Por eso llama la atención la audacia del joven músico. Es un artista que muestra su arte en el lugar equivocado dirán algunos; está en el lugar correcto afirmarán otros. El caso es que eligió la vereda de un supermercado para exhibir su talento. Hay un arte que ocurre en la vereda, en los bordes, en los intersticios, en la penumbra producida entre las luces de la marquesina privada y el alumbrado público. Allí, se disputa a veces en silencio, a veces a los gritos, un espacio de pertenencia, de soberanías invisibles con la dinámica propia que subyace a los lugares de frontera, de bordes siempre disímiles y riesgosos.
Existe una suerte de enamoramiento, sobre todo de los artistas independientes, por lo simbólico de las fronteras, y de su semántica. Ese símbolo viene siendo una bandera de lucha, una especie de causa suprema e indeclinable para distintos sectores del mundillo artístico. Es esa zona de fronteras sin mensurar acaso el lugar de mayor comodidad para las expresiones alternativas contemporáneas. Si la música y el canto del artista ocurriera dentro del supermercado seguramente dejaría de ser lo que es; y quedaría empaquetado en una góndola junto a un paquete de yerba y un pote de yogur descremado light.
Entonces, ¿puede entenderse el arte, en general no sólo el denominado independiente, desde otro lugar que no sea esa vereda entre mundos distintos, y convivientes, que se devoran unos a otros todo el tiempo? ¿Puede entenderse la razón de ser del arte como una nota discordante, un fuga pasajera, una ventana que respira?
El arte existe en un limbo fronterizo entre la autonomía y la mercantilización. La vereda, cada vez más angosta en las ciudades, no es sólo un lugar físico, sino un espacio simbólico. Allí, conviven y transitan músicos ambulantes, manteros, artesanos, vendedores de relojes truchos, remedios caseros y todo tipo de etcéteras.
Bourdieu, nos ofrece algunas claves para descifrar esta coreografía romántica entre el artista y el mercado: lo que llamamos 'arte' y 'artista' no son esencias puras, sino construcciones sociales. El músico de la vereda no es artista por alguna cualidad propia de su canto, sino porque ocupa - aunque sea precariamente - una posición en el campo artístico, ese espacio de lucha simbólica donde se decide qué y quién merece ser consagrado. Su guitarra, la música que canta, incluso su pose desenfadada, son capital cultural en acción: estrategias para convertir su práctica en algo reconocible como 'arte' y no como mero ruido callejero. Bourdieu nos recuerda que la obra de arte sólo existe cuando hay algo que la legitima, (un campo) y que siempre está habitado por los intereses del mercado. La vereda del súper se revela como un microcosmos del campo artístico: allí también se libra, en pequeña escala, la batalla por imponer una definición legítima de qué vale como arte y qué merece ser remunerado.
Según Sarlo la cultura ya no es un campo de resistencia, sino un territorio donde se libran, en condiciones desiguales, las batallas por el significado. Es decir, en la era contemporánea, las prácticas culturales han dejado de ser espacios de resistencia pura para convertirse en arenas donde se negocian significados bajo lógicas mercantiles.
El tipo que canta en la vereda del súper, ese músico de la vereda, autogestionado y sin representante, ¿toca canciones que son parte de la cultura o del mercado? El músico callejero canta canciones famosas de artistas que suenan en Spotify o YouTube, pero también inventa. ¿Lo hace porque se inspira o porque lo espontáneo gusta más que lo preparado? Su arte es algo que se vende pero que no quiere parecerlo, aunque necesita esa idea para seguir existiendo.
Byung-Chul Han nos da una vuelta de tuerca a lo del artista callejero: más que pobrecito explotado, ¡es un emprendedor de sí mismo! El artista sonríe y charla con la gente, y eso que parece tan natural, a lo mejor es en realidad parte de un show de autenticidad que el público-consumidor espera ver. En esta sociedad donde todos tenemos que rendir, hasta la rebeldía se vende. El músico no sólo ofrece su arte, sino también una idea de que todo es espontáneo, y sin querer, termina siendo parte del sistema que lo hace a un lado.
Pero entonces, ¿está el arte verdaderamente fuera del mercado, o su aparente exterioridad es sólo otra forma de interiorización? ¿Es ese el afuera o acaso el afuera ya no existe? El cantante de la vereda no está en un auditorio, pero su presencia funcionaliza lo alternativo: hace que el acto de comprar yogures se sienta, por un instante, menos alienante. ¿Es esa su única victoria posible? ¿Es esa la función que le asigna el mercado?
La pregunta queda abierta. A lo mejor no hay salida: hasta el gesto más rebelde será fagocitado. Pero si seguimos a Han, quizás la resistencia esté en lo imperceptible: en esa fracción de segundo en la que alguien, al pasar, escucha la canción y no saca su billetera, sino que simplemente se detiene a sentir, aunque al músico eso no le alcancé para comer, pero a lo mejor sí para seguir cantando.
Borges, diría que el músico callejero no ejerce un "mero oficio", sino que obedece a un "destino". Su guitarra, aunque rodeada de transacciones, es un acto de fe en lo que el mercado no puede cuantificar.
¿Y qué pasa con la literatura? El tipo que canta en la vereda y el poeta que publica versos en Twitter comparten un mismo destino: ambos habitan el no-lugar donde el arte se vuelve mercancía sin parecerlo. El primero recibe billetes; el segundo, pulgares y corazones digitales. Pero ese like es la moneda de un sistema que ha aprendido a pagar con sobreexposición lo que antes costaba dinero. Si el mecenazgo renacentista vestía de mármol sus transacciones, el algoritmo las esconde tras la ficción de lo gratis. Entonces, ¿Dónde está la verdadera vereda hoy? ¿En el asfalto frente al súper o en esa franja intangible entre el post y el scroll? La vereda digital que nos contiene a todos y que deslizamos con desdén en la palma de la mano.
¿Y si el mercado es el mejor aliado/amigo del arte? Sin el supermercado, ¿tendría el músico un público? El mercado le da visibilidad material que el arte puro (encerrado en un taller, en un estudio o en una biblioteca) no tiene. Pensemos que Van Gogh murió en la miseria por no adaptarse al mercado. Hoy, sus obras cotizan en millones. ¿Fue el sistema el que falló o el tiempo de recepción artística es más lento que la lógica mercantil? El cantante de la vereda no está a pesar del supermercado, sino gracias a él: su arte se define en ese diálogo conflictivo pero fértil.
Las redes democratizan, no sólo corrompen, es el leit motiv, el cliché que enarbolan las posturas más positivas. Las redes sin duda juegan para el equipo del mercado. Las redes convierten el arte en mercancía digital. Comunidades como BookTok o Whattpad han resucitado la poesía para los millennials y la generación Z ¿Es eso alienación o una nueva forma de comunidad estética? Existen decenas de ejemplos de autores que saltaron de Twitter a premios literarios. Sus textos nacieron en la frontera digital-mercado.
Entonces, lo digital no destruye la vereda, ese espejismo colectivo de espacio de libertad: la multiplica en infinitos espacios de posibilidades y desde luego nuevos riesgos.
¿Y si la "ventana que respira" es el mercado mismo? El arte es una nota discordante frente al consumo pero sigue siendo consumo. La tensión arte-mercado genera nuevas formas (el jazz nació en burdeles al igual que el tango, el punk en tiendas de discos). Quizás el cantante de la vereda no esté contra el mercado, sino demostrando que el arte puede respirar dentro de sus grietas.
¿Es el músico un forajido del sistema o un náufrago que aprovecha sus olas para seguir cantando? A lo mejor saber encontrar las olas correctas, las que impulsen al artista independiente mejor y más lejos sean parte del requisitorio del ser artista en todos los tiempos.
Por último, quiero agregar una capa más a esta cuestión. Podemos entender la relación entre el arte independiente y el mercado como un romance. Uno de esos amores turbulentos, tóxicos, de pasiones encontradas y reconciliaciones efímeras, donde los amantes se necesitan tanto como se repelen. El mercado corteja al arte con promesas de visibilidad y sustento, y el arte se entrega, pero siempre guardando una chispa de rebeldía, un gesto incontrolable que resiste a la domesticación. Como en todo romance, hay aquí un juego de seducción y resistencia, de atracción fatal y desencuentros inevitables.
Este romance tiene sus épocas doradas y sus crisis. Hubo tiempos de mayor armonía, como el Renacimiento, donde el mecenazgo permitió florecer genios mientras servía al prestigio del poder. Y hay épocas de mayor tensión, como la nuestra, donde la lógica del like y el algoritmo amenaza con vaciar de sentido el acto creativo. Pero el romance persiste, porque ambos saben, en el fondo, que no pueden vivir el uno sin el otro. El mercado sin arte sería un desierto de pura utilidad; el arte sin mercado, quizás un grito en el vacío.
La vereda del súper donde canta nuestro músico es entonces el mejor escenario de este idilio contradictorio. Allí, en ese espacio liminal, se condensan todas las paradojas del romance: está lo espontáneo pero calculado, lo auténtico pero performático, lo independiente pero necesitado. El cantante callejero es a la vez el trovador medieval que vivía de su arte y el influencer contemporáneo que negocia su visibilidad. Su sombrero abierto para monedas es el símbolo perfecto de esta relación: un gesto a la vez humilde y calculador, romántico y mercantil. Como todo gran amor, este tampoco es puro, pero sin duda es intenso, y parece destinado a durar mientras haya arte que conmueva y mercados que lo hagan circular.
Finalmente, debo decir que escribo este ensayo desde mi propia vereda: la academia, ese espacio híbrido donde las ideas negocian con el canon. Como el músico que canta en la vereda del súper, yo también extiendo mi sombrero esperando que algo sobreviva al ruido. Acaso no haya arte sino pura obstinación. Y hoy, estas páginas son mi esquina para cantar.
Sandro Centurión
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