Tratado breve sobre escritores que vuelan
Antes de aprender a escribir, debés aprender a volar. No me refiero a ese vuelo torpe de aviones y máquinas, sino al arte de suspender el peso del mundo, de morder el horizonte con los dientes y sentir que los pulmones se llenan de nubes. Claro, existen casos raros —siempre los hay— de quienes escriben primero y vuelan después: son los mismos que caminan por la vida leyendo manuales de instrucciones antes de tocar nada. Pero ellos no cuentan. La regla, la verdad sagrada, es que las palabras son hijas del vuelo; algunas son hijas biológicas, otras adoptadas, otras creadas in vitro (in libro mejor).
¿Por qué? Porque escribir sin haber volado es como construir un barco en el desierto: técnica impecable, pero inútil. El que escribe sin conocer el aire sólo repite lo que otros han dejado caer a picotazos desde el cielo.
Volar nunca ha sido fácil, especialmente cuando se nace en un lugar de pocos árboles y poco viento —es decir: en ciudades de cemento, en familias de raíces profundas, en habitaciones donde el techo es tan bajo que apenas cabe un suspiro—. Allí, las alas suelen crecer torcidas, o no crecer.
Pero el verdadero volador no depende del viento: lo inventa. Salta desde el borde de la cama, desde la página en blanco, desde el precipicio de su propia vergüenza. Se estrella una, dos, cien veces. Hasta que un día, sin darse cuenta, descubre que ya no cae: se desplaza.
Una aclaración necesaria: volar no es lo mismo que flotar. Flotar es pasivo; volar es rebelión contra la gravedad.
Llega un momento en que volar se vuelve incómodo. La gente señala, murmura: "miren ese tipo, qué raro", o peor aún: "¿por qué no baja de una vez?". Entonces, el volador hace lo único sensato: toma un lápiz.
Escribir es el disfraz perfecto. Nadie sospecha que tras ese hombre sentado en un café, garabateando en una libreta, hay alguien que acaba de cruzar un océano de aire. La poesía, la prosa —ambas con "P" de "pájaro" y de "pacto secreto"— son las huellas que deja el vuelo en la tierra.
No todos los que escriben han volado. Hay impostores que copian el batir de las alas sin entenderlo, que usan palabras como "infinito" o "viento" sin haberlos sentido en la piel. Se les reconoce porque sus textos están vacíos de humedad, de olores, de gritos.
El verdadero escritor, en cambio, aunque esté atornillado a su silla, siente el aire mordiéndole los huesos. No importa si escribe sobre amor o sobre zapatos: cada línea lleva la marca de un giro en el aire, de ese instante en que el mundo se ve pequeño y hermoso, y duele.
Texto: Sandro Centurión
Imagen creada con IA
Brillante 👏
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