El transparente
Entonces, alguien se dio cuenta y me dijo:
_ Flaco, sos transparente.
_ Y sí _ atiné a decirle, sin más explicación. Además, qué le iba a decir, si el pelotudo tenía razón. Podía verse a través de mí. Si para la mayoría de la gente que la vean desnudos, -sobre todo para mí que soy bastante tímido -resulta una situación vergonzosa, saber que alguien puede ver así como si nada, y de gratis, tu interioridad pura es algo que resulta angustiante. Además, la transparencia no es algo que uno pueda controlar a su gusto, como si bajara y subiera el brillo o el contraste del teléfono. Mirá cómo me pongo transparente ahora. ¡Qué Cool! Pero no, la transparencia viene conmigo, es inevitable e incontrolable. Está ahí como una marca de nacimiento. Si al menos fuera invisible, que es una especie de transparencia extrema sería incluso mejor, no habría nada para ocultar. La transparencia no es algo definitivo, se queda a mitad de camino entre lo sólido y lo efímero. ¡Es horrible! Es una excepcionalidad, y en los tiempos que corren es también una discapacidad. La mayoría de la gente no es transparente. Somos una minoría. A mis compañeros de la oficina no se les ve nada más allá del rostro adusto y la panza prominente. Es imposible saber lo que hay dentro o detrás de ellos. Sin embargo, yo soy transparente. Se me ve todo mi interior a primera vista, pero no sólo mis tripas y mis huesos, sino y sobre todo mi inconsciente. Todo aquello que conscientemente intento ocultar sale a la luz debido a la transparencia innata de mi ser. Y así ando por la vida transparentándolo todo, abrigándome el cuerpo y la mente con camperas, vendas y máscaras que oculten mis secretos, que tapen mis vergüenzas. De vez en cuando me miro en el espejo del baño, me miro de cerca, me clavo la mirada e intento ver a través de la transparencia. Quisiera ver algo dentro de mí que me explique quién soy, pero la transparencia sólo me muestra el picaporte de la puerta del baño.
©Sandro Centurión
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