Los desafortunados
Imaginemos un pequeño o gran país donde se eligen a sus gobernantes por sorteo.
Cada tanto tiempo se hace una enorme lotería y sale sorteado un número de ocho
cifras que corresponde al número identificatorio de un determinado hombre o
mujer habitante del país. No hay partidos políticos, ni ideología alguna de
izquierda, de centro o de derecha, no hace falta. Todos los cargos y puestos
del estado se definen también por sorteo, no hay necesidad de idoneidad, ni de títulos ni antecedentes. El imparcial azar gobierna y la suerte
designa al afortunado que regirá los destinos de otros. El método resulta
exitoso, ya que nada impide que cualquier hijo de vecino pueda ser el próximo
presidente. Pronto, el método se replica en todos los
órdenes de la vida. Para elegir pareja se hacen sorteos y te toca la que te
toca. Es cuestión de suerte. A la hora de conseguir trabajo se sortean las
vacantes. Se sortean los lugares en las escuelas, se sortean
las camas de hospital, se sortean los alimentos y los medicamentos. Es un mundo perfecto bajo el
mandato impoluto e incuestionable de la suerte. Como resultado en nuestro imaginario país de absoluta libertad existen entonces
sólo dos clases de personas posibles: los afortunados y los desafortunados.
Estos últimos conforman una enorme mayoría, pues como todos saben la suerte es
mezquina. El país se llena de desafortunados, de perdedores, de desgraciados
que pululan por doquier con la esperanza de que un día salgan sorteados. En su ansiedad
por que les cambie la suerte, un día, los perdedores se juntan en asamblea general y
multitudinaria para discutir qué pueden hacer al respecto. Pasan las horas y toman
fuerza dos posturas extremas como posibles soluciones. Una indica que todos los desafortunados allí presentes, más todos los otros que
no tuvieron la suerte de llegar, deberían irse del país, buscar refugio en el
exilio en tierras lejanas; en países donde el destino no lo decida la suerte. La
otra postura propugna que los imbéciles sin suerte deberían levantarse en armas
y derrocar el orden establecido que los excluye y les niega su derecho a mejor suerte. Se
generan discusiones acaloradas que parecieran no encontrar un punto de acuerdo.
Irse o pelear es la cuestión. Entonces, uno de los hombres, el más
desafortunado de todos, se sube a un palco elevado y proclama: "dejémoslo
a la suerte” afirma el desgraciado “lancemos una moneda al aire y que el azar decida. Si sale cara, el exilio, si sale cruz, la revolución". Es una
buena idea, digna de un montón de perdedores.
Cinco
días han pasado sin que los pobres desafortunados puedan encontrar una mísera
moneda que los ayude a decidir. Tal es su suerte.
© Sandro Centurión
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