Los límites de la empatía

La empatía, ese concepto que refiere a la capacidad de ponerse en los zapatos del otro, está de moda, aunque haya muchos otros que no usen zapatos. Ciertamente es un término que resulta muy conveniente a las sensibilidades de la época, pero la simpatía y la humanidad que refleja este concepto me hacen ruido. Me parece que es imposible ponerse en los zapatos del otro, en el sentido de habitar la piel del otro para entender qué caranchos le pasa, o porqué hace lo que hace.

Lo que somos, lo que sentimos es el resultado no sólo de nuestras emociones, sino y sobre todo de nuestra historia personal, de nuestra cultura, de la clase social, y del contexto en que nos toca vivir. Si alguien quisiera empatizar conmigo tendría que viajar en el tiempo más de cuarenta años y vivir lo que he vivido por más de cuarenta años, tomar las mismas decisiones, vincularse con las mismas personas, experienciar éxitos y fracasos, en definitiva ser yo. Eso es por cierto imposible. Por eso, entiendo que  los profetas del empatismo no deberían ser tan ambiciosos, en cuanto a otorgar cierta capacidad divina  de teletransportación de los sujetos contemporáneos. 

En el afán de relacionarnos de buenas con el otro, lo más probable, deseable y sano, que podemos hacer es apenas imaginar, sospechar, hacer hipótesis acerca de lo que el otro siente y/o piensa. Esbozar teorías que nos ayuden a entender, pero sabiendo que nunca serán enteramente la verdad, ni mucho menos ocuparán el lugar del otro. 

No quiero que te pongas en mí lugar para intentar comprenderme, quiero que lo hagas desde tu lugar, desde tus zapatos, sólo así nos entenderemos seres deseablemente humanos y por sobre todo distintos, y diversos. Esta es mí historia, mí lugar en el mundo, en la vida, y en mi tiempo. En ese sentido, es algo único, con toda la plenitud de esa palabra.

Mis infiernos y mis paraísos son míos, me pertenecen. Es un espacio inmensamente pequeño, tanto que no hay lugar para nadie más.

Comentarios

Publicar un comentario