Eso que callan las calles
La calle como territorio poético generizado*
(Ensayo)
Sandro W. Centurión
Recuerdo una conversación entre mi padre y mi madre. No recuerdo el contexto de la charla, pero me quedó haciendo ruido una frase de mi padre: “lo que pasa es que vos no tenés calle”. Mi madre muy rápida para responder ironías le contestó: “yo no tendré calle, pero tengo vereda”.
Se ha dicho y escrito mucho sobre las calles, los pueblos, las ciudades, el mundo. La vasta geografía humana ha sido siempre un punto de partida y de llegada para la inspiración, sobre todo la poética. Entiendo que es un lugar visitado y revisitado, y sin embargo considero que es lo suficientemente interesante y pertinente para pensar sobre la creación poética y reflexionar con una mirada desde una perspectiva de género.
En razón de ello me propongo reflexionar acerca de la manera en que se visibiliza ese territorio poético - las calles- en algunas obras de poetas hombres e intentar un contraste con miradas femeninas presentes en obras de poetas mujeres.
Intentaré confrontar los sujetos poéticos de poemas de Huidobro, Borges y Girondo con textos de Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, e Idea Vilariño; y observar ambos universos a partir del análisis y la reflexión crítica.
El sujeto imaginario
Hay un poema breve de Huidobro que se titula “Vagaba por las calles de una ciudad helada”1, son cuatro versos irregulares y un título que evoca el primero y viceversa, ocupando un espacio mínimo en la página. Su brevedad sugiere una pequeña llama rodeada de un vasto vacío como si ese vacío, quizás helado, inhibiera el crecimiento del poema o, por el contrario, la poesía emerge y prospera a pesar de este entorno desolador.
El yo poeta de Huidobro “vaga” no camina ni anda, el texto dice “vagaba” en el sentido que se le aplica al errante, más allá del sentido de pereza y ociosidad del vago, en este caso sospecho que aplica mejor la idea del errante, que anda de una parte a otra sin tener asiento fijo, dueño de su soledad. Es también un paseante ocioso, un observador de la vida callejera que se mueve por la ciudad sin un propósito definido, más allá de la contemplación y la experiencia, un flaneur al decir de Baudelaire. Es entonces la errancia de una entidad en el vacío que lo rodea; un símbolo de ese estado intermedio entre la vida y la muerte donde sólo pululan las sombras y los fantasmas. Huidobro escribe "Vagaba por las calles de una ciudad helada": "Vagaba por las calles de una ciudad helada / con tanta noche encima / triste como el espacio que queda / entre un farol y la casa desierta". ¿Quién es ese sujeto elidido en la primera oración? ¿Podría acaso no leerse como un sujeto masculino? El sujeto es sin duda un hombre errante, un vagabundo donde las calles parecieran ser de su natural dominio.
Borges, en "Las calles de Buenos Aires"2, afirma: "Ya son mi entraña [...] / enternecidas de penumbra y de ocaso / [...] / a perderse en la honda visión / de cielo y de llanura". La voz poética se funde con la ciudad como un errante que posee el espacio.
Hay una disolución del sujeto en las calles, donde el yo poético no sólo describe la ciudad, sino que se constituye como parte de ella. La voz que dice "Ya son mi entraña […] / enternecidas de penumbra y de ocaso" no es sólo un observador, sino un ente que se metaboliza en el paisaje, transformando las calles en extensión de su propio ser. Este gesto evoca al igual que con Huidobro la figura del flâneur, pero con una diferencia: el paseante borgeano no solo habita la ciudad, sino que es habitado por ella.
El yo poético no se mantiene a distancia, como un simple espectador, sino que se mezcla con lo que mira. Cuando Borges escribe “a perderse en la honda visión / de cielo y de llanura”, ese “perderse” no es solo un paseo distraído: es dejar de ser dueño del espacio para diluirse en él. Ya no es el poeta quien habla de la ciudad, sino que es la ciudad la que habla a través de él, como si las calles tuvieran su propia voz y lo usaran para decirse.
La metáfora "mi entraña" es clave; toda la poesía podría contenerse en ese verso único. Buenos Aires, sus calles no son un escenario externo, sino una red de venas que alimentan la escritura del poeta. La penumbra y el ocaso no son meros detalles descriptivos; son estados afectivos internalizados, acaso sombras que el poeta lleva dentro. En ese yo poético persisten las huellas de lo que ya no está (el arrabal, los patios, los antiguos nombres). La ciudad, sus calles, son algo así como la materialización de un tiempo perdido.
Borges arma un yo poético que se sostiene, justamente, en la paradoja de desaparecer. En sus versos, “perderse” no significa borrarse, sino pertenecer de una manera más honda: dejar de ser uno para confundirse con lo que lo rodea. En esa fusión, la ciudad ya no es solo un conjunto de calles, sino una visión, casi un sueño que se impone al poeta. No es él quien posee a la ciudad; es ella la que lo envuelve, lo habita y lo desarma en múltiples imágenes: el cielo abierto y la llanura inmensa, lo infinito y lo concreto al mismo tiempo.
La aparente simplicidad lírica esconde (como es habitual en Borges) una metafísica de lo cotidiano: fundirse con las calles no es un acto de abandono, sino de trascendencia literaria, donde el poeta hombre (esto no parece estar en discusión) se convierte en ciudad y la ciudad se convierte en poema.
Girondo, por su parte, construye en "Nocturno"3 un sujeto voyeur: "Y a veces las cruces de los postes telefónicos tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes como un ladrón". Aquí lo urbano se sexualiza desde una mirada masculina.
El “Nocturno” de Girondo construye una subjetividad donde lo urbano se experimenta como extensión del cuerpo deseante y melancólico. El poema revela una tensión: no hay sólo acecho, sino una búsqueda de consuelo en lo inanimado, donde la ciudad deviene cómplice de una intimidad frágil y animal.
El poema arranca con una imagen sensorial: “Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana”. Ahí el yo poético no observa desde lejos, sino que siente con el cuerpo. La ventana ya no es un simple marco para mirar hacia afuera, sino una piel fría que separa y conecta a la vez el adentro y el afuera. Esa sensación corporal vuelve más adelante, cuando aparece el deseo de “que nos pasaran la mano por el lomo”: el sujeto se convierte casi en un animal que busca caricia, alguien que al mismo tiempo se deja desear y proyecta su propio deseo sobre lo que lo rodea.
La ciudad aquí no es escenario, sino un organismo que padece: las "cañerías tienen gritos estrangulados", los muebles "se sacan las mentiras". Girondo emplea una prosopopeya grotesca para mostrar lo urbano como un cuerpo sufriente, reflejando la soledad del sujeto "Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos".
El erotismo en Nocturno no aparece como un festejo, sino como la marca de una falta. Los gatos en celo, el roce contra las paredes “como un gato o un ladrón”, o el deseo de que alguien “nos pasara la mano por el lomo” muestran una sexualidad desplazada, incompleta, que se desahoga en gestos y objetos en vez de en un encuentro real. Pero el final cambia todo: “no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme”. El voyeur se convierte en alguien que ya no mira desde afuera, sino que busca dar calor y cuidado, con una ternura casi maternal. Esa inversión —un deseo masculino que se transforma en necesidad de proteger— abre una grieta en la lectura patriarcal y deja ver la fragilidad de una masculinidad que se refugia en lo quieto, en lo que no responde.
Girondo además juega con el extrañamiento y lo siniestro, lo combina: lo familiar que de pronto se vuelve extraño. Así, los postes telefónicos parecen cruces fúnebres, las sombras sienten miedo de la luz, los papeles ruedan con intenciones propias en los patios vacíos. El yo poético no domina esas imágenes: se reconoce en ellas. Incluso quiere advertirles a las sombras, como si pudiera protegerlas de su destino. En ese gesto de complicidad con lo raro y lo inquietante, el sujeto se desplaza de sí mismo y se descubre en lo que normalmente rechazaríamos.
Hay una personificación de objetos (cañerías, muebles). Para Girondo la ciudad no es un juego onírico, sino un espacio de dolor compartido.
“Nocturno” no se reduce a una sexualización de lo urbano; es una exploración de la intimidad. El sujeto de Girondo ya no es el ladrón que roza las paredes, sino un animal nocturno que busca calor en lo inanimado. La ciudad, lejos de ser un cuerpo a poseer, se vuelve un útero de sombras, donde el deseo y la muerte se reconcilian en un gesto último: acariciar lo que duerme.
En la poesía de autores como Huidobro, Borges o Girondo la calle se convierte en un espacio de despliegue del sujeto poético masculino —ya sea como laboratorio de imágenes vanguardistas, escenario mítico del coraje arrabalero o carnaval urbano de lo excéntrico—, sin embargo, en el caso de las poetas mujeres como Alfonsina Storni la relación con este objeto poético se formula en términos radicalmente distintos.
En “Calle”4, poema incluido en “Mundo de siete pozos” (1934), Alfonsina Storni despliega un yo lírico femenino que se adentra en un callejón que no es lugar de expansión, sino de amenaza. La voz poética percibe la calle como un territorio sombrío, donde “la boca oscura de las puertas” y los “zaguanes” se presentan como trampas hacia las “catacumbas humanas”. La modernidad urbana, celebrada o explorada por los poetas hombres como signo de vitalidad, se vuelve aquí espacio de opresión.
El sujeto lírico se experimenta a sí mismo en proceso de fragmentación: “me separan la cabeza del tronco, / las manos de los brazos, / el corazón del pecho”. La multitud no refuerza su identidad, como ocurre en la poética masculina, sino que la amenaza con su mirada: “Todo ojo que me mira / me multiplica y dispersa”. La calle, lejos de ser una geografía de conquista o exhibición, se convierte en un espacio de vulnerabilidad para un cuerpo femenino expuesto y acosado.
La diferencia de género resulta entonces decisiva. En Huidobro, Borges o Girondo, la calle es escenario donde el yo masculino se confirma. En Storni, por el contrario, la calle es el lugar donde el yo se pierde, se escinde y, ante el caos urbano, sólo encuentra un respiro en la fuga hacia lo celeste: “Arriba, / el cielo azul / aquieta su agua transparente; / Ciudades de oro / lo navegan”.
El contraste revela que la calle no es un espacio poético neutro, sino un territorio atravesado por relaciones de género. Mientras que la voz masculina se apropia de la calle como prolongación de su poder simbólico, la voz femenina de Storni exhibe la imposibilidad de esa apropiación y señala la violencia de un espacio que, lejos de integrar, dispersa y amenaza. El poema de Storni, en este sentido, funciona como interpelación a la tradición de la calle en la poesía latinoamericana, desarticulando su aparente universalidad y mostrando que toda topografía lírica está marcada por las condiciones sociales e históricas del sujeto que la enuncia.
Hay un poema de Idea Vilariño “Pasar”5 que propone un sujeto lírico que se construye en el límite, en un tránsito existencial marcado por la contradicción y el desgarro interior. El yo poético vilariñano no encuentra en lo urbano un lugar de pertenencia, sino un espacio hostil que se desea atravesar sin dejar huella.
Desde el inicio, la voz se debate en una tensión irresuelta: “Quiero y no quiero / busco…”. Esta oscilación instala un yo fragmentado, incapaz de afirmarse con la seguridad con que lo hace el sujeto masculino en su paseo por la calle. No hay apropiación ni dominio, sino incertidumbre, deseo y renuncia entrelazados. La figura del “pasar” condensa esta condición: el yo poético no se instala, no ocupa, apenas atraviesa.
El poema, además, sugiere la presencia de lo social en imágenes como “una fiesta grave”, “una dura luz”, “un aire cerrado”. Se trata de espacios que evocan la colectividad y la visibilidad, pero desde un registro opresivo. La “fiesta” no es celebración, sino incomodidad; la “luz” no ilumina, sino que endurece y delata; el “aire” no abre, sino que encierra. El sujeto poético femenino aparece entonces desplazado, ajeno, incómodo en ese espacio de exposición. Allí donde los poetas hombres se engrandecen en la calle, la voz de Vilariño percibe una amenaza de asfixia.
En este sentido, el yo lírico de Pasar comparte con el de Storni en Calle la experiencia de la vulnerabilidad: si en Storni la multitud fragmenta el cuerpo y dispersa la identidad, en Vilariño la visibilidad social provoca la necesidad de “salirse”, de escapar de una luz demasiado dura. Ambos sujetos poéticos femeninos, aunque en registros distintos, revelan que la modernidad urbana y lo público no son espacios neutrales, sino territorios marcados por la incomodidad y el extrañamiento para la voz lírica femenina.
El cierre del poema insiste en la aspiración a una forma invulnerable, una “figura terminada”. Sin embargo, este deseo no se cumple en el plano de la experiencia: permanece como anhelo, como fuga hacia lo imposible. Así, el sujeto poético de Vilariño no conquista la calle ni la habita, sino que la atraviesa en tránsito, dejando al descubierto la imposibilidad de que lo femenino se instale en ese espacio de poder simbólico.
De este modo, Pasar pone en evidencia que la calle, como objeto poético, no significa lo mismo para hombres y mujeres. Mientras la tradición masculina la convierte en territorio de expansión identitaria, la voz de Vilariño la revela como espacio inhóspito, donde el yo lírico se define por su fragilidad y su resistencia silenciosa a quedar atrapado.
El poema “La que camina”6 de Gabriela Mistral presenta un yo lírico profundamente distinto al de los poetas varones que tematizan la calle como espacio de virilidad, dominio o aventura. En Mistral, la calle se convierte en un escenario de tránsito existencial marcado por la soledad y la renuncia. El sujeto poético no busca apropiarse de ese territorio, ni configurarlo como un campo de experiencias épicas o cotidianas, sino que lo habita en un movimiento de desapego, de ir “sin nadie”, de caminar desprendiéndose de vínculos y afectos.
La voz poética femenina mistraliana se diferencia tanto de la celebración cosmopolita de Girondo como de la construcción metafísica de Borges o de la experimentación vanguardista de Huidobro. Mientras que ellos proyectan sobre la calle una mirada de conquista, exploración o elaboración simbólica, Mistral elabora un gesto de introspección y desposesión: caminar no es experimentar la ciudad, sino dejar atrás todo aquello que la ata, incluso la pertenencia misma. La calle es, aquí, un vector de desprendimiento y no de apropiación.
Ese sujeto poético es una caminante que avanza en un paisaje árido, sin presencia de otros, ni rutas compartidas. A diferencia del sujeto masculino que se afirma en la calle, aquí la voz femenina se sostiene en su caminar solitario. El arenal no ofrece refugio ni conflicto público, sino un espacio de introspección dolorosa donde el yo insiste en su propia palabra y camino, aunque los senderos comunes no la comprenden.
La inclusión de Mistral en este recorrido permite advertir cómo las poetas mujeres construyen relaciones más íntimas y desgarradas con la calle, en tanto no se trata de dominarla sino de experimentarla como metáfora de la condición femenina: caminar en soledad, dejar, renunciar, transitar el despojo. Así, su yo lírico dialoga e interpela a los sujetos poéticos de los autores varones, al desnudar las tensiones entre la calle como lugar de poder y la calle como escenario de vulnerabilidad y desprendimiento existencial.
A diferencia de Storni y de Vilariño el poema de Mistral se construye con un predominio de versos endecasílabos sin rima fija (verso blanco), recurso muy usado por poetas modernistas y posmodernistas que le da fluidez y solemnidad sin encorsetar la expresión.
Todos los sujetos imaginarios en los poemas de poetas mujeres borran la posibilidad de habitar la calle como comunidad o escena simbólica, proponiendo rutas íntimas e invisibles, lo que subraya cómo el objeto poético “calle” se resignifica en la voz femenina como experiencia de extrañamiento más que de pertenencia.
Si bien en este ensayo he subrayado la diferencia entre sujetos poéticos masculinos y femeninos frente a la calle como objeto simbólico de la modernidad, cabe preguntarse si esta oposición estricta no corre el riesgo de simplificar la diversidad de experiencias urbanas y de tránsito existencial en la poesía latinoamericana. La calle, como objeto poético, puede ser polifacética y mutable; incluso en la obra de poetas hombres, el espacio urbano no siempre garantiza dominio, expansión o afirmación. En textos de Borges, por ejemplo, la ciudad puede aparecer como laberinto, amenaza o escenario de pérdida, lo que relativiza la idea de una apropiación viril universal de la calle.
Por otro lado, al concentrarnos en poetas mujeres como Storni, Vilariño o Mistral, existe el riesgo de homogeneizar sus experiencias del espacio público y urbano como siempre marcado por la vulnerabilidad o el despojo. Cada poeta enfrenta contextos históricos, biográficos y poéticos distintos; el yo de Vilariño, introspectivo y fragmentado, no se corresponde necesariamente con el gesto de Storni en Calle, donde la amenaza es más física y urbana. Reconocer estas diferencias permite matizar el contraste y sostener que, si bien existen patrones de género en la construcción del sujeto poético frente a la calle, estos no operan de manera absoluta ni excluyente.
Tal vez aquella breve discusión entre mis padres encierre, en clave doméstica, lo que la poesía latinoamericana ha desplegado en sus múltiples voces. Mi padre, con su sentencia de “no tener calle”, evocaba inconscientemente la tradición masculina que se arroga el dominio de ese territorio: la calle como escenario de conquista, errancia o expansión. Mi madre, con su réplica irónica de “tener vereda”, señalaba en cambio un espacio limítrofe, lateral, pero propio; un territorio de resistencia y observación que recuerda las poéticas de Storni, Vilariño o Mistral, donde lo urbano no se vive como posesión sino como amenaza, tránsito o despojo.
Al revisitar esas calles en los poemas, he comprendido que ni son neutras ni son las mismas para todos. Cada poeta inscribe en ellas su modo de habitar el mundo: desde el flâneur masculino que se confunde con la ciudad hasta la voz femenina que la atraviesa con la fragilidad de quien camina bajo miradas ajenas. Y en esa diferencia radica lo más fecundo: la calle como espejo de la subjetividad, como campo de disputa simbólica donde se cruzan género, historia y experiencia. Toda huella es política y toda mirada transforma el territorio que pisa. La poesía, en ese sentido, nos enseña a andar y desandar, a escuchar las voces que habitan el asfalto y las sombras, y a aceptar que la calle —como la vida misma— nunca es una sola, sino tantas como los ojos que la recorren.
En conclusión, hay algo que callan las calles, no es un silencio vacío, sino una acumulación de voces sofocadas, de pasos contenidos, de miedos compartidos y resistencias latentes. Nombrar la calle como un territorio generizado es reconocer que no todos los cuerpos la habitan del mismo modo, que algunos avanzan con naturalidad mientras otros negocian cada esquina. Sin embargo, en esa desigualdad también surge la posibilidad de transformar el espacio: de disputar lo negado, de imprimir nuevas huellas. Tal vez ahí resida el verdadero desafío: escuchar lo que las calles callan para que algún día puedan hablar en plural, con todas las voces.
Las calles de Buenos Aires
Jorge Luis Borges
La que camina
Gabriela Mistral
2 En Fervor de Buenos Aires (1923)
3 Girondo, O. (1922). Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Argenteuil: Imprenta Coulouma H. Barthéley
4 “Mundo de siete pozos” Alfonsina Storni (1934) en “Poemas”. Biblioteca del Congreso de la Nación, Buenos Aires.
5 Vilariño, Idea. “Pasar” en Nocturnos*(Montevideo: Editorial Arca, 1955); reimpreso en “Poesía completa” (Montevideo: Cal y Canto, 2000).
6 Mistral, Gabriela. "La que camina". En Lagar (Santiago: Editorial del Pacífico, 1954).

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